Ricardo Sanín Restrepo
Universidad Javeriana Colombia
LA CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ O LA ANTIMATERIA DE LA DEMOCRACIA
LATINOAMERICANA
Resumen:
El presente artículo aborda el concepto de Estado-Nación como la base
constitutiva de la Constitución de Cádiz, y su legado en la construcción de
América Latina. Primero se deconstruye el concepto de Estado-Nación y se muestra
su lugar central en el proyecto imperial Occidental dada su capacidad de generar
amplias zonas de exclusión jurídica a partir de su constitución ontológica como
sinónimo de homogeneidad racial y étnica. Luego se demuestra que en
Latinoamérica, el concepto de Estado-Nación lejos de ser una referencia de
emancipación y construcción de espacios políticos autónomos basados en el
reconocimiento de la multiplicidad y el logro de la justicia social representa
el proyecto de continuidad de la modernidad occidental y se convierte en el
elemento nuclear de una modernización excluyente y opresora que opera hasta el
siglo XXI en Latinoamérica y que permite, además, el tránsito pacífico del
colonialismo a la colonialidad. En este sentido se propone superar los marcos
teóricos clásicos del constitucionalismo Latinoamericano y su incapacidad de
entender realidades políticas complejas de dependencia y resistencia y
reescribir sobre ellos a partir de una teoría crítica constitucional.
Palabras claves: Nación, teoría crítica constitucional, colonialismo y colonialidad,
modernización.
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<!--[endif]-->PRESENTACIÓN Y PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA
¿Cuál es la importancia de la Constitución de Cádiz para el proceso de
independencia Latinoamericano? ¿Cuál es su legado para el constitucionalismo?
La respuesta depende decididamente del ángulo con el que se mida su impacto.
Tradicionalmente la cultura jurídica imperante en Latinoamérica, esencialmente
liberal, moderna y por lo tanto imitativa de occidente proclama a Cádiz como un
lugar inevitable y casi fundacional del constitucionalismo democrático,
identifica en su textura jurídica y en sus componentes ideológicos un esquema
trascendente que le permitió a nuestros proyectos constitucionales crear y
afianzar figuras democráticas venerables, se ve en Cádiz un rompimiento con el
pasado que aseguró el camino hacia la independencia y la posterior construcción
de los modelos jurídicos y políticos que hoy definen la realidad de nuestros
estados, y por ende, de nuestros pueblos. Esta versión de constitucionalismo
latinoamericano, hegemónico en sus formas y sus ideales, ve en la profusa
amalgama gaditana de racionalidad y tradición, ilustración y escolástica,
moderación del poder real y Cosmopolitanismo los cimientos de cada uno de los
procesos constitucionales de estas latitudes. Sin embargo, es esta
una versión del constitucionalismo latinoamericano, dominante durante dos
siglos, que a la luz de la historia y de los acontecimientos políticos y
culturales actuales, resulta flácida, desorientada e insuficiente para entender
complejas relaciones de poder, de dependencia y multiplicidad, engranadas todas
en el dispositivo constitucional, y que por tanto se encuentra en un intenso
proceso de desplazamiento y de profunda revisión teórica.
No pretendo en este artículo cuestionar la relevancia de Cádiz para la
evolución constitucional de occidente, ni mucho menos poner en entredicho su
lugar de piedra angular de la modernidad española. La pregunta a la que me
atengo a responder es su impronta en el proceso de independencia y consolidación
del constitucionalismo Latinoamericano, necesariamente es éste un camino que
exige un excurso a través de contextos de producción y de recepción del
derecho, donde se evita a toda
costa reproducir la tradición occidental que considera su cultura jurídica como
la original y la del resto del mundo como la derivada o receptora pacífica. Se
trata más bien de definir, en un mapa más extenso, como la transfusión de Cádiz
a Latinoamérica está atravesada con estrategias de preservación del poder
político, continuidades y resistencias, pero sobretodo adulteraciones fabricadas
conscientemente para mantener la fluidez de un aparato de sometimiento basado en
la retención del lenguaje jurídico por parte de una élite que continúa en un
lugar de dominación política, pero que cada vez está más cercada por nuevas e
ingeniosas formas de lucha por la emancipación del lenguaje que define el
derecho. El propósito adicional, contenido en el principal, es entonces
desenmascarar una tradición académica constitucional que, asentada en hitos como
Cádiz, ha petrificado la idea constitucional en un formalismo positivista como
proyecto reaccionario ante la avalancha de la diversidad y multiplicidad que son
los pueblos Latinoamericanos, manteniendo así un status quo de
oligarquías y modos de producción jurídica, primero como continuidad de las
jerarquías imperiales españolas y luego como élites globalizadas pero
atrincheradas en rígidos esquemas jurídicos atados al Estado nación.
De todo el vasto panorama que ofrece la Constitución de Cádiz, resulta
evidente que su centro gravitacional es el concepto de Nación, por ello este
artículo pretende presentar una lectura crítica de la incidencia de Cádiz en los
procesos constitucionales Latinoamericanos, pero especialmente pretende
deconstruir el concepto de Nación como elemento de cohesión y sistematicidad
Gaditana y su incisivo papel inhibidor y destructivo de la democracia en nuestra
experiencia constitucional Latinoamericana.
La denuncia fuerte es entonces que el constitucionalismo tradicional en
Latinoamérica, remedo europeo y densamente positivista y superficial es el
elemento que ha posibilitado, más que cualquiera otra ideología, la continuidad
y afirmación de modelos políticos y jurídicos que mantuvieron a Latinoamérica en
la periferia y dependencia por más de dos siglos después de la pretendida
independencia de España, es decir que el constitucionalismo tradicional de vena
liberal es el elemento de continuidad y traspaso histórico del colonialismo
imperial europeo a la colonialidad del imperio globalizado.
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<!--[endif]-->ATRAVESANDO LAS PARADOJAS GADITANAS
La Constitución de Cádiz es una mezcla difusa, una encrucijada
histórica, pero es precisamente eso lo que la convierte en un retrato fiel del
choque de las placas tectónicas de la modernidad occidental. La Constitución de
1812 está sembrada de paradojas, es la fractura del tiempo y de la historia,
curiosamente dependiente en la perseverancia de la tradición. De un lado es el
decreto de muerte del feudalismo, de otro es la articulación de la escolástica
para lograrlo. Cádiz es en últimas una elaboración filosófica compleja que hay
que leer con cuidado extremo.
Lo primero que se percibe en los orígenes de la Constitución de Cádiz es
una serie de tensiones históricas que están tendidas a lo largo y ancho de sus
discusiones y de su texto. Tensiones que son señales de una época convulsiva en
Europa y que definirá la arquitectura política global. Los miembros de las
Cortes se vieron abocados a lidiar con materiales políticos complejos y muchas
veces antagónicos.
Desde sus prolegómenos se anuncia la tensión entre la necesidad de
producir una ruptura de la historia jalonada por el espíritu liberal e ilustrado
fundado en una nueva y perseverante forma de producción económica, con un nuevo
y vigoroso protagonista, la burguesía, que reclamaba desde su premisa una
demolición total del pasado y una reescritura completa del presente que se
confronta directamente con una institucionalidad española aferrada a una espesa
tradición histórica cuyo acicate era la monarquía de guisa absolutista, la
solución es una especie de reingeniería de las narrativas arcaicas del poder
patrimonial de estirpe escolástica para tonificarlas como base de un nuevo
mundo, un mundo desligado del pasado, pero paradójicamente suspendido en él.
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<!--[endif]-->RECONSTRUCCIÓN DEL MITO DE LA CONSTITUCIÓN
HISTÓRICA
El primer problema que enfrentaron los miembros de las Cortes y que
exigió al máximo la imaginación jurídica de sus miembros fue la abdicación de
Fernando y Carlos a favor de José Bonaparte. La oscilación entre el vacío del
poder del monarca y el asecho francés a España dejan a Cádiz como un lugar
suelto, perdido en el espacio representacional político y curiosamente
periférico. La misión es doble y peligrosa, primero defender a España y toda su
majestuosa institucionalidad del sitio francés, pero al mismo tiempo, y en
perfecta sincronización oportunista, superar precisamente dicha
institucionalidad para garantizar el acceso al liberalismo moderno ilustrado,
difícil tarea de lograr desde las márgenes.
La primera necesidad era retornar a Fernando VII al trono simbólico
acéfalo, como lugar de legitimidad y unidad de la empresa constituyente, para
lograrlo, las Cortes acudieron a la teoría del derecho escolástico de la
traslatio imperii, según la cual el pueblo recibía la soberanía
directamente de Dios y la transmitía en el acto al Monarca, aquí se ensamblan la
escolástica con la más refinada teoría del contrato social moderno para poder
llegar a la instancia definitiva, la Nación como cristalización del proceso de
traslación y titularidad de la soberanía. Se le rapta la soberanía al monarca
con la misma mano que lo sienta en el trono. Cádiz repite en lo esencial, el
gesto de Sieyés en Francia, el pueblo
es reducido y convertido en un nuevo constructo, la Nación como representación
del todo político, como elemento de aleación de Monarquía, historia y pueblo en
un solo y monumental objeto jurídico.
La mezcla de las tesis descritas sienta al Monarca en su trono, a la vez
como elemento de resistencia a la invasión y de unidad jurídica de España, pero
en el mismo gesto le arrebata la soberanía y la fija en la Nación como
superación de la soberanía patrimonial, sin que la superación sea del todo
herética, sin que rompa el cordón umbilical de una pretendida tradición
constitucional. Con este asombroso argumento jurídico se la permite a las
Cortes, en su condición temporal, ejercer las prerrogativas características del
soberano como representante único de la Nación, dadas las condiciones
extraordinarias de la invasión. Así, las Cortes hablan de igual a igual con
Inglaterra, y declaran la guerra a Francia dentro del más legítimo rigor del
derecho internacional.
De manera que la tradición escolástica y el contrato social se mezclan
para “imponer límites al soberano, se reelabora ahora, tiempo muy a propósito
para sustituir los conceptos de Leyes fundamentales por Constitución histórica y
Monarquía mixta, moderada o templada por Monarquía constitucional. El sistema
político absolutista se reformaría así para acoger otro basado en la soberanía
compartida entre el Rey y las Cortes, cabeza y cuerpo representativo del Reino
respectivamente.”
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<!--[endif]-->LAS CORTES DE CÁDIZ ¿PROFETA O MESÍAS? EL ADVENIMIENTO DE LA
NACIÓN
Como se observa, la necesidad paralela de recuperar la legalidad después
de las abdicaciones de Bayona y llevar a España a la modernidad europea, implica
una liza constante entre el ideal liberal de ruptura histórica y la necesidad
reaccionaria de la restauración del régimen. El resultado es un batiburrillo de
tradición y ruptura, que lleva a los constituyentes a crear un mito
trascendental: el de la reconstrucción de una constitución histórica que dé
cohesión a la idea de la Nación como eje y productor de toda la constitución, el
combate se presenta en la superficie como una confrontación entre escolástica e
ilustración, pero ¿Que es la ilustración sino la secularización de una
escolástica igualmente codificadora?
Lo interesante de toda esta operación estratégica es que la labor de las
Cortes se promueve públicamente como una industria de compilación exhaustiva y
detallada de la historia constitucional española, las Cortes relatan la historia
como un oráculo y luego derivan esa narración como si fuese un simple espacio
representacional de una historia autómata, de creatividad ex nihilo.
La obra constituyente requiere conciliar dos extremos aparentemente
antagónicos, la tradición constitucional española como un todo coherente y
tocado por la predestinación y la ruptura temporal implícita a la modernización
liberal. Así, las Cortes requieren cohesionar toda la variedad y disparidad de
la tradición jurídica española, ubicando en ella a la Nación como su
protagonista y gestora, con lo que realmente las Cortes fundan y re-narran una
historia con el propósito claro de justificar el paso abismal hacía el
liberalismo moderno, ahora bien, si de esto surge algo antimonárquico
sencillamente es culpa de la racionalidad histórica y no de las Cortes, no de su
creatividad revolucionaria. Se trata nada menos que de una especie de
sincretismo ilustrado y racional.
Las Cortes crean una realidad a partir del mito fundacional de la
historia común constitucional española, componen ese inmenso y dislocado
rompecabezas de la constitución histórica a partir de la metodología propiamente
ilustrada refugiándose en la neutralidad y racionalidad de la historia. De
nuevo, el elemento concreto que orquesta toda esta multiplicidad es el orden de
la Nación, la fuerza del UNO, de la unificación y homogeneización. No
puede haber un ejemplo más claro de un orden performativo que Cádiz, donde quien
dice simplemente declarar realmente crea un nuevo espacio donde la verdad define
su propia economía de producción. En este caso, las Cortes de Cádiz sirven como
vehículo en el advenimiento de la Nación. Cádiz es el profeta que anuncia al
nuevo Mesías, pero realmente lo que anuncia es su propio advenimiento.
De manera que ahora resulta obvio porqué los tres principios
estructurales de la Constitución de 1812 son: la soberanía nacional, la legitimidad pero limitación del Rey Fernando
VII y la inviolabilidad de los diputados.
Las Cortes contienen la dosis mágica y ordenadora del Mesías, son la
encarnación del pasado común (constitución histórica) los depositarios del
presente (que enuncia performativamente la Nación) y el anuncio del futuro
(liberalismo, racionalidad, felicidad, democracia) ésta es la fórmula
quintaesencial del poder político original, el dominio total sobre el tiempo,
dominio que se traduce en crear la verdad del presente simplemente al anunciar
un futuro inexorable dependiente de un pasado
intransigente.
Si la definición Schmittiana de poder constituyente es cierta entonces Cádiz es un
típico ejemplo de aquel que decide no “sobre” la excepción sino “EN” la
excepción. Por lo demostrado anteriormente, a la pregunta fundamental de si las
Cortes de Cádiz fueron un verdadero constituyente hay que contestar que si lo
fueron. Las Cortes son el perfecto ejemplo de un ser “reflexivo”, es decir aquel que
existe en la medida en que se reconoce a sí mismo como protagonista de su propia
acción y creador del lenguaje con el que se embarca en la acción pura, pues al
hablarse a sí mismas las Cortes crean un mundo, desatan la verdad de un evento y
definen la pertenencia de todo lenguaje subsiguiente al lenguaje que ellas
crean. Se trata de un verdadero constituyente en términos heideggerianos, existe no solo
compromiso con su acción, pero además el otro discursivo-pasivo es el rey
sometido, es América neutralizada en cuanto incluida.
El índice fundamental para definir la existencia de un poder
constituyente es la capacidad del sujeto para crear una situación de verdad ante
la cual toda verdad ha de ser medida, es esa precisamente la acción gaditana,
crear un espacio de regulación de la verdad y atrapar las capas del tiempo en
una sola, donde un nuevo lenguaje impone un nuevo régimen de la verdad y
establece sus claves internas de operatividad. No se trata de la visión
convencional retratada perfectamente por autores como Sánchez Agesta quien
ratificaba el lugar constituyente de Cádiz en el hecho de no ser la obra de un
cuerpo de abogados que se desprenden de la glosa y los cánones sino de
ciudadanos que se convierten en un cuerpo constituyente que crea y define el
orden nuevo del porvenir cuyo único fundamento es la razón. Lo que realmente
hacen las Cortes es inventarse la Nación como lugar de concentración del
lenguaje, como índice de una nueva verdad que en la medida en que lo que está
por venir existe ya como el presente que la contiene. Es la constitución sacralizada en nombre de dios, y la palabra como
estructurante, como creadora de una sociedad racionalizada, compacta,
inquebrantable: la Nación.
Como lo establece agudamente García Gómez, las Cortes son a la vez
sujeto y objeto de su acto, al acudir al
principio liberal del gobierno de la ley y no del hombre, las Cortes le
arrebatan a Dios su poder sobre la palabra para fundarla nuevamente, este acto
quita, da, separa y otorga poder. En este sentido la Constitución de 1812 es
tanto revolucionaria como reaccionaria.
La Nación, este poderoso agente, iluminado por obra y gracia de las
cortes, posee virtudes teológicamente divinas de unificación, de un lado
cohesiona la constitución histórica bajo el mito de la unidad y sirve de
justificación del contrato y el trust Lockeano, limita o modera al monarca,
impone el racionalismo como contraparte tanto del feudalismo como de la
soberanía patrimonial y sirve de sustento y plataforma impenetrable para el
capitalismo y su nuevo sujeto de derecho: el ciudadano.
<!--[if !supportLists]-->5.
<!--[endif]-->LA NACIÓN COMO EVENTO DE LA MODERNIDAD Y PROYECTO DE EXCLUSIÓN
En Latinoamérica, la categoría “Nación” ha obrado como un agente de
exclusión social y política por excelencia, en vez de haber sido una herramienta
de emancipación y resistencia lo ha sido de dominación y destrucción de la
diferencia, es en la Nación donde hay que ubicar la transformación de un
proyecto colonialista a un proyecto de colonialidad.
El concepto de Estado-Nación es quizás el agente ideológico más poderoso
en la estructuración de la modernidad occidental, su unión con una teoría del
derecho que se autodenomina racional, garantiza su sacralidad y hermetismo a
cualquier tipo de oposición y asegura que su contenido penetre y defina cada una
de las formaciones políticas y jurídicas del mundo
moderno.
La cuestión acuciante y definitiva no es saber como hizo el concepto de
Estado-Nación para sobrevivir grandes transformaciones, revoluciones,
descubrimientos y sacudidas históricas como la revolución científica, los cismas
religiosos, el imperialismo europeo, revoluciones burguesas, la revolución
industrial, la idea de constitución, el fin de eras y el comienzo de nuevos
mundos. La cuestión puesta adecuadamente es como hizo el concepto de
Estado-Nación para producir todos estos profundos cambios, ¿Qué hay encerrado en
su esencia jurídica y desplegada en su acción política que precisamente sea una
especie de motor inmóvil de la historia moderna occidental?
Para la promesa liberal del mundo moderno la transformación del esquema
absolutista, unipersonal y patrimonial consistió en un proceso gradual de
sustitución del fundamento teológico del patrimonio territorial por un nuevo
fundamento, igualmente trascendente pero más omnisciente, igualmente
impenetrable pero totalmente cohesionado: la Nación. El lugar del cuerpo divino
del rey ahora era la identidad espiritual de la Nación. Las cortes de Cádiz
querían, si no cortar la cabeza del rey, poner una cabeza siamés a su lado
dirigiendo el cerebro jurídico, que orgánicamente sustituyera la identificación
del poder y la soberanía.
En palabras de Hardt y Negri la soberanía nacional
es el artilugio que define tanto la trascendencia como la representación, dos
conceptos que la tradición humanista había presentado como contradictorios y que
torna al contrato de asociación en sustancia intrínseca e inseparable al
contrato de subordinación.
Siguiendo al filósofo esloveno Slavoj Zizek el Estado Nación es la
historia de la transustanciación violenta de las comunidades locales y sus
tradiciones a la nación moderna como “comunidad imaginada”. La nación en
términos de la Europa moderna es la represión de modos de vida locales
originarios y su reinscripción en la nueva tradición inventada y abarcativa.
Desde mi punto de vista el Estado-Nación es la invención del régimen jurídico
moderno a partir de cuatro falacias
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<!--[endif]-->Identidad nacional. Un fenómeno artificial impuesto por la violencia,
basado en la represión de las tradiciones locales previas, donde la lógica
operante es la lógica de la exclusión como formación, es decir que solo hay
identidad en la ubicación de la diferencia absoluta por fuera del contexto de la
nación. Yo me identifico a partir del Otro absoluto que excluyo, no solo como
diferente a mí, sino como mi negación. Se trata de someter la anomalía, lo
novedoso, lo local, la diferencia e inscribirla como patología, el derecho es el
mecanismo que le sirve a la nación para contener y reducir, extirpar y
mutilar.
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2.
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Un modelo universal de cultura que es el europeo-occidental que demarca
el adentro y afuera de la verdad política, que obliga a que toda
diferencia desaparezca y la humanidad se someta pasivamente a los significados
rígidos impuestos desde la centralidad de los estados nación
europeos.
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3.
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La Nación como esencia o motor de la historia. Desde los primeros
alumbramientos contractualistas de Hobbes, Locke, Grocio y Althusius, hasta su
refinación en Vico y Herder, se construye la Nación dentro de un historicismo
racional, donde la historia es sinónimo de la historia de todas las naciones,
donde toda perfección humana es en cierto sentido nacional. La identidad se
concibe no como la resolución de diferencias sociales e históricas, sino como el
producto de una unidad primordial. La nación es una figura completa de soberanía
anterior al desarrollo histórico. El genio que construye la historia y
desmiembra las amenazas de diferencia y multiplicidad. La solución a la crisis
de la modernidad es la idea que el nacionalismo es una etapa ineludible del
desarrollo. Ello deriva en que el Estado-Nación constituye un equilibrio
temporal precario entre la relación con una Cosa étnica particular (pro
patria mori) y la función universal del mercado. El Estado-Nación
consolida la imagen particular y hegemónica de la sociedad moderna, la imagen de
la victoria de la burguesía que adquiere así un carácter histórico y universal.
La particularidad nacional es un potente universal que coloniza la diferencia y
la retorna a la homogeneidad. La actividad económica aparece sublimada al nivel
de Cosa étnica, legitimada como una
contribución patriótica a la grandeza de la nación.
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4.
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A través de la reducción de la multiplicidad a la fuerza del UNO, la
Nación se convierte en el vehículo del colonialismo. El colonialismo es una
máquina abstracta que produce alteridad e identidad. El proyecto imperial y
colonizador europeo se soporta en todas sus bases en el Estado-Nación. Para los
dominios imperiales europeos se trata sociogénesis, un régimen de
producción de identidad y diferencia. La soberanía nacional produce continua y
extensivamente el milagro de incluir las singularidades en la totalidad, las
voluntades de todos en la voluntad general. Así como el Imperio romano utiliza
la concentración del derecho como el aparato de mayor penetración y dominación
de sus colonias a través de la idea de un Ius gentium que refleja la
universalidad de los principios que nutren el espíritu y la obra humana y le
permite al Imperio aplanar toda diferencia y establecer un único vínculo entre
las colonias y la idea de Roma, logrando que cada diferencia cultural, política
y jurídica quede reducida al prurito de la supremacía de la virtud y la
civilización romana; el derecho internacional moderno se convierte en la
resurrección del proyecto de humanitas romana, de un lado garantiza la
toma ordenada y estratégica de territorios por parte de los Estados nación
europeos, trazando un derecho de guerra que permite la igualdad y estabilidad
dentro de la geografía europea occidental y la vez se convierte en el
instrumento que permite reducir las diferencias de un mundo múltiple colonial a
la unidad jurídica del Estado-Nación, dicha treta obra más allá de lo jurídico,
implica que el modelo mismo de humanidad está sellado dentro de las dimensiones
del Estado-Nación y por tanto el mundo colonial tiene que ser su espejo y su
forma, pues allí yace el verdadero valor de la humanidad cultural, social,
económica y política.
El Estado-Nación es el evento de la modernidad, su anatomía esta
soportada en su trascendencia ideal, un constructo derivado de la perfección del
método científico que incorpora la perfecta sistematicidad lógica interna de los
sistemas matemáticos y la simetría total con el método racional. Ahora bien, hoy
sabemos que todo sistema se constituye a partir de una exclusión fundamental,
como es obvio no existe un modelo abstracto y lógico que nos permita saber a
ciencia cierta qué es ser blanco o civilizado, ningún esquema universal de
verificación, ningún arquetipo o paradigma. Claramente Blanco o Civilizado se
inventan a partir de lo que excluyen, de lo que declaran no ser, a partir de la
diferencia absoluta con el negro o el bárbaro. “Ahora bien, la relación entre
adentro y afuera de un sistema (o lo que pretende llamarse sistema) siempre es
contingente y problemática. Un sistema normativo afirma su identidad a partir de
una serie de exclusiones, a partir de una combinación de sentidos que crean el
adentro, determinando una línea limítrofe con el afuera. Es perfecto ejemplo la
línea racial de Fanon (en Gordon, 2005), donde, por ejemplo
“blanco” solo tiene sentido ante la invención de “negro”; “civilizado”, ante la
de “bárbaro”, y así en un continuo que demuestra que el adentro está signado por
una diferencia que se desplaza hacia afuera”. Por ello el
reverso exacto del Estado-Nación es el mundo colonial, se trata tanto de su
negación como del elemento constitutivo de su orden interno.
La Nación fija un modelo particular de ser humano, el ciudadano, muy
particular, muy europeo y lo eleva a un valor universal que debe ser copiado,
genera todo un aparato de imposición y mímesis, ese ciudadano se convierte en la
línea de demarcación del derecho, el vigilante que cuida la zona fronteriza
garantizando que el grupo nacional sea compacto y homogéneo y por supuesto evita
filtraciones o adulteraciones al sistema. Valores como la civilización no
existen como modelo abstracto y absoluto, se construyen a partir de la
construcción del Otro, el negro lascivo, el indígena perezoso. Estas son
lecciones muy bien aprendidas por las élites criollas que adaptan el modelo en
la independencia para continuar la dominación y la exclusión de poblaciones y
territorios densos y sumamente complejos.
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<!--[endif]-->LAS PARTÍCULAS INDIVISIBLES DEL COLONIALISMO Y LA
COLONIALIDAD
La construcción de una diferencia racial absoluta es la base esencial
para concebir una identidad nacional homogénea. El Estado-Nación y sus dos
partículas indivisibles se reproducen en los proyectos constitucionales
post-colonialistas. El modelo de la nacionalidad se trasplanta a los movimientos
de independencia y se pone como eje de la misma, de manera que simplemente
reproduce el esquema de exclusión, la fuerza del Uno nacional somete al mestizo,
al negro, al indígena al modelo del criollo ilustrado y con patrimonio, mientras
que el modelo secular de Estado inhibe cualquier creación de comunidades
políticas que desafíen su perfecto arquetipo, así, los ejidos, las comunidades
cooperativas, las sociedades ancestrales o el movimiento de los comuneros serán
arrasados y vueltos polvo por el proyecto de modernización sostenido e impulsado
plenamente por los estados nación latinoamericanos. El modelo hegemónico del
Estado-Nación no permite hablar desde la historicidad de pueblos que han burlado
la historia, que la han vivido no como un continuo unificado, no como una
superposición de fases evolutivas, sino que la han vivido dentro del mito,
dentro de la colección de instantes sagrados, de interiorizaciones colectivas
que deshacen la individualidad. El Estado-Nación es la violencia total sobre el
lenguaje, una violencia que solo puede derivar en la destrucción de la
diferencia y la concentración absolutamente ficticia y forzada de la unidad.
El colonialismo es una máquina abstracta que produce alteridad e
identidad. Así esa colosal máquina de fabricación de estratos y jerarquías, de
invención de sujetos y alteridades absolutas, esa máquina llamada Nación, en
Latinoamérica, lejos de encerrar la promesa de emancipación y las claves del
progreso y la justicia social, ha sido precisamente el punto de fuga de la
energía democrática, la palabra que anuncia el silencio y la postración del
cambio social, la eliminación de alternativas de organización social y la
reducción del individuo a un modelo rígido y
predeterminado.
<!--[if !supportLists]-->7.
<!--[endif]-->LA INDEPENDENCIA EN AMÉRICA LATINA: DEL COLONIALISMO A LA
COLONIALIDAD
Lo que no hay que perder de vista es que la historia compartida entre
España y Latinoamérica crea una serie de desordenes temporales y complicaciones
históricas que una teoría del derecho tradicional ha sido incapaz, (al menos
hasta el siglo XXI), tanto de absorber o entender y mucho menos de crear una
propuesta alterna, de manera que el derecho constitucional latinoamericano,
cuando se adapta pacíficamente a los postulados clásicos del derecho europeo y
no hace la más mínima reflexión sobre sus fundamentos y límites teóricos resbala
a ocupar el lugar de un lacayo de la historia y auxiliador de primera mano de la
brutalidad de la exclusión social.
Un muy buen ejemplo lo podemos captar en una fábula política que gravita
como verdad dogmática en nuestra teoría constitucional según la cual lo que le
falta a Latinoamérica es vivir la modernidad, que nos hemos saltado ese paso
indispensable para la modernización de nuestras sociedades y por tanto que el
progreso nos es esquivo. Esta fábula no solo es mezquina en el sentido en que
fija como aspiración histórica la pantomima de una pretendida evolución y
progreso occidental, lo cual de por sí es falaz y muestra la subordinación de
nuestra teoría constitucional, sino que pierde toda tracción histórica de
nuestra realidad colonial. La colonización, en sus formas y necesidades, derivó
en que las colonias se convirtieran en estados modernos mucho antes que la
Metrópoli, no nos ha faltado modernidad, por el contrario nos ha sobrado. Como
lo establece el teórico colombiano Roberto Vidal “La monarquía católica
española enfrentó el desafío de crear sociedades, instituciones, devociones y
derechos a la medida de las pretensiones de dominación colonial. La obsesión por
impedir a toda costa la formación de poderes feudales que desafiaran la
autoridad del rey, los llevó a crear lentamente una amplísima y costosa
burocracia centralizada que gobernaba mediante un sistema administrativo de toma
de decisiones que se transmitían como normas jurídicas de obligatorio
cumplimiento en todos los ámbitos de la vida social y política”. Lo paradójico es que
el complemento de esta modernización es una aplicación intensa de conceptos
jurídicos netamente medievales para dividir la sociedad a partir de criterios de
raza y etnia y garantizar así que el plano colonial correspondiera a una
sociedad moderna completamente diferente a la sociedad matriz de la metrópoli,
por ello concluye Vidal “la monarquía española construyó un Estado no
democrático que usaba intensamente el monopolio del derecho y la limitación
estricta de las competencias de las autoridades, salvo la del rey… (E)l
nuestro tal vez sea uno de los más antiguos Estados modernos en la historia,
cuya creación, diseño y barroca invención se remonta al momento de la conquista
americana. Varias fueron las innovaciones que crearon una enorme distancia entre
las monarquías bajomedievales europeas y lo que habrían de ser las sociedades
coloniales americanas”. Así mientras
España seguía siendo medieval América ya era moderna, de manera que Cádiz encaja
mejor con el proyecto de continuidad colonial independentista que con la
realidad española del siglo XIX, las líneas raciales ya estaban trazadas
meticulosamente, la administración intensa sobre las personas, los territorios y
las cosas correspondían ya a una ejecución jurídica instalada a través de 300
años de sometimiento. Todo indica que Cádiz más que un ejemplo de rompimiento
histórico fue el periplo de continuidad heredado por los criollos ilustrados
blancos y mestizos de Latinoamérica. No en vano los procesos de independencia
tienen a la cabeza criollos ricos que se benefician al mantener el mismo diseño
social de separación y marginamiento bajo el poderoso concepto de
nación.
La participación de americanos en las discusiones constitucionales
gaditanas, demuestran con claridad esta tesis. Miguel Ramos Arizpe representante
de México propuso para las Américas la creación de gobiernos locales o
Ayuntamientos por cada 1,000 habitantes con un método de elección indirecta cuya
base era la ciudadanía, una lectura
tradicional nos diría que Ramos era un entusiasta del federalismo y la autonomía
de las colonias cuando realmente dicha
disposición favorecía a las clases económicamente poderosas criollas y el gesto
simplemente se traduce en un sucesión de opresión y jerarquías mediante la
absorción del modelo jurídico de Cádiz, este es un anuncio del esquema jurídico
que va a reproducir el proceso de independencia en Latinoamérica. La
independencia, como lo fue Utrecht como modelo de sucesión imperial, es
simplemente la continuación de la hegemonía blanca criolla, no hay una ruptura
esencial, todo lo contrario la idea perseverante es la continuidad de la idea de
Nación involucrada profunda e indivisiblemente con el concepto de
Estado.
El pueblo del que hablaron las constituciones post independentistas,
eran grupos reducidos de personas que habían alcanzado la categoría de
ciudadanos y que se convertirían en una aristocracia excluyente, con pocos
mecanismos de ascenso socio-político. Las constituciones
independentistas, siguiendo el ejemplo gaditano, reducen la categoría de pueblo
a la nación, en un adelgazamiento de sus características de multiplicidad
étnica, cultural y de variedad de manifestaciones políticas al refractario
concepto de Nación que admite únicamente la fracción de esa población que se
asemeje a la categoría de ciudadano, se trata de la misma artimaña empleada por
el Abate Sieyés en medio del incendio revolucionario francés, la Nación recorta
las dimensiones del pueblo y lo convierte en un falso lugar para la democracia.
Como lo establece brillantemente el teórico Costas Douzinas, al referirse a la
trampa performativa de la Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano “La Declaración francesa es especialmente categórica en
cuanto a la verdadera fuente de los derechos universales. Persigamos velozmente
su estricta lógica. El artículo primero declara que los hombres nacen y
permanecen libres e iguales en derechos. El artículo segundo establece que “La
finalidad de todas las asociaciones políticas es la protección de los derechos
naturales e imprescriptibles”, mientras que el artículo 3° procede a definir tal
asociación: “la nación es esencialmente la fuente de toda soberanía. Nos topamos
con la típica acción performativa de la declaración: crea lo que dice
simplemente anunciar. Los derechos son declarados a nombre del hombre
“Universal”, pero es el acto enunciativo el que crea los derechos y los enlaza
inmediatamente con un nuevo tipo de asociación: la Nación y su Estado. Es en la
nación y en el Estado donde se deposita toda la soberanía creadora del derecho,
designando en el acto una especie singular de hombre, “el ciudadano nacional”,
como el único beneficiaro de los derechos. Desde este momento, la pertenencia al
Estado, la soberanía y el territorio sigue el principio nacional y pertenece a
un tiempo dual. Si es cierto que la Declaración inauguró la modernidad, también
inauguró el nacionalismo y todas sus consecuencias: el genocidio, las guerras
étnicas y civiles, la limpieza étnica, las minorías, los refugiados y las
personas sin Estado”. Como concluye
categóricamente Vidal “Este modelo de Estado duró trescientos años, cien más
de lo que ha durado la república. Sobre este Estado tuvo lugar la reescritura de
la Independencia”.
La conclusión entonces no puede ser otra que la independencia de
Latinoamérica, en muchos aspectos no ha sido una verdadera independencia sino la
continuidad de un modelo estratégico de exclusión jurídica. La universalización
del concepto de Nación ha permitido que durante siglos élites muy precisas
definan desde un lugar privilegiado la pertenencia o no de inmensos grupos
sociales.
El verdadero problema de la universalidad liberal es que nunca ha sido
una auténtica universalidad, derechos, libertad o Nación son minúsculos
conceptos elevados fraudulentamente al espacio de la representación universal.
Ante la farsa, la propuesta debe ser una filosofía de la universalidad del
marginado, del desplazado, del pobre, a esto apunta la nueva filosofía
latinoamericana radical.
La política de la imaginación es la política donde se hace el sujeto, es
acontecimiento desprendido de todo determinismo racional de la historia, que
resiste la fuerza del Uno.
Por último, digamos que es cierto que los tres grandes motores del mundo
han sido la filosofía alemana, el espíritu revolucionario francés y la economía
política británico-estadounidense, pues bien habría que agregar hoy la política
de la imaginación latinoamericana, que a diferencia de las anteriores es el
verdadero universal y puede ser la verdadera creación, pues no es la particular
obsesión por el control del saber alemán; ni un acto reiterado de hedonismo
totalmente francés, totalmente local; ni la ambición obscena inglesa/gringa de
manejar el mundo y sus habitantes como una plaza de mercado, sino la solidaridad
desde abajo, donde los pueblos y no las naciones sean los verdaderos
protagonistas de su historia, donde solo el otro en carencia sea la auténtica
esencia del yo.
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- Ver, entre otros: SERRAFERO, Mario Daniel: “Modelos institucionales y momentos
constitucionales”, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1993. NARANJO MESA, Vladimiro. “Teoría
constitucional e instituciones políticas”.
Bogotá, Editorial Temis, 1995, p.38. SÁCHICA, Luis Carlos: “Derecho
constitucional general” Bogotá, Editorial Temis, 1999. CHUST, Manuel: “La cuestión de la nación americana en las Cortes de
Cádiz”, Valencia, UNED-UNAM, 1998.
FERNÁNDEZ SARASOLA, Ignacio, “Valor normativo y supremacía jurídica de la Constitución de 1812,
Alicante, Biblioteca virtual Miguel de Cervantes, 2004.
http://www.bib.cervantesvirtual.com/portal/1812/estudios.shtml
LINDAHL, Hans:
“Constituent power and reflexive identity: towards an ontology of collective
selfhood”, en: The paradox of constitutionalism, Oxford, Oxford
University Press, 2007.
WYNTER, Sylvia: “Tras el Hombre, su última Palabra: sobre el
posmodernismo, les
damnés y el principio sociogénico” Nuevo Texto Crítico, 1991, Vol IV
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